Las enseñanzas de las Sagradas Escrituras y del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia pueden ayudarnos a comprender el significado teológico y misterioso que la Santísima Virgen María tiene en la comunidad de los fieles creyentes. Cristo único Mediador, estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como organismo visible que camina al encuentro del Padre... y no duda en atribuir a María el honor de Mediadora recomendándola al corazón de sus fieles para que, apoyados en su protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador (Lumen Gentium, 2; 62).
En ocasiones, en nuestro lenguaje coloquial manifestamos concepciones de la Iglesia que poco tiene que ver con las afirmaciones del Concilio. Para unos, la Iglesia es identificada únicamente con el Papa, los obispos, sacerdotes, religiosos, etc. Como si los cristianos bautizados no tuviéramos nada que ver con ella, realidad pasiva con pocas posibilidades de participación. Otros identifican a la Iglesia como templo, casa de grandes dimensiones en la que nos reunimos para celebrar los sagrados misterios y los ritos litúrgicos y en la que están ubicadas nuestras venerables imágenes, disputándonos la propiedad del lugar en razón a respetables tradiciones. Finalmente, para muchos, la Iglesia no es más que un poder social y político sólidamente constituido que domina en el mundo. Si queremos comprender que María la Virgen es Madre de la Iglesia tenemos que superar esquemas anquilosados y fuera de la verdad teológica eclesial. Hay que beber de las fuentes del magisterio vivo y la tradición bíblica que la misma Iglesia transmite sin cesar.
Cristo, con su Muerte y Resurrección, crea un nuevo pueblo de Dios, formado por los que creen en Él, al nacer de nuevo por el agua y el Espíritu Santo (bautismo), nos incorporamos a dicho pueblo (Jn. 3, 5-6). Queremos decir que todo fiel bautizado que cree en Jesucristo como su único Señor y Salvador es Iglesia, pueblo de Dios o, como afirma San Pedro, “Somos un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios, y los que antes no eran ni siquiera pueblo, ahora en cambio, son pueblo de Dios” (1 Pe. 2, 9-10).
“Dios reunió al grupo de los que creen en Jesús y lo consideran el autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y fundó la Iglesia para que sea para todos y cada uno signo visible de esta unidad que nos salva” (San Cipriano, Epístola 69,6).
San Pablo habla de la Iglesia como el Cuerpo Místico de Cristo. “Cristo es la Cabeza, como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos, forman un solo cuerpo, así los fieles en Cristo forman un solo cuerpo” (1 Cor. 12 1-2). De esta manera, todos somos miembros de su cuerpo y cada uno miembro del otro (Rom. 2, 5). Afirma Santo Tomás “En este cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y resucitado, por medio de los Sacramentos de una manera misteriosa, pero real” (Summa Theológica III, q. 62, a 5 ad 1). Si nos fijamos en la simbología bíblica, la Iglesia, todos nosotros, somos en efecto el redil cuya puerta única y necesaria es Cristo (Jn. 10, 1-10). Rebaño cuyo Pastor será el mismo Dios (Is. 40, 11; Ezqu. 34, 11) Aunque son pastores humanos quienes gobiernan a los miembros de la comunidad cristiana, sin embargo, es Cristo mismo el que sin cesar los guía y alimenta; Él, el Buen Pastor y Cabeza de los miembros, dio su vida por nosotros (Jn. 10, 11-15; Lumen Gentium, número 6).
El Concilio Vaticano II al exponer la doctrina de la Iglesia se centra en Cristo, Hijo de Dios, nuestro Señor y Salvador, ilumina cuidadosamente la misión de la Bienaventurada Virgen María en la Iglesia, “quien ocupa el lugar más alto después de Cristo y el más cercano a nosotros” (Pablo VI, AAS. 56, 1964, pág. 37). Ella está en la esencia y orígenes de la Iglesia “junto con los apóstoles, antes del día de Pentecostés, perseveraba en la oración unidos junto con algunas mujeres” (Hch. 1, 14). En la tierra fue la excelsa madre del Divino Redentor, la compañera más generosa de todas y la humilde esclava del Señor.
Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos, los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre. Si fue Madre de Cristo Cabeza del Cuerpo, ella es Madre de cada uno de los miembros que formamos el cuerpo de Cristo, es decir, la Iglesia (Jn. 19, 26-27). Ella, al igual que su hijo, el Buen Pastor, con su amor de madre cuida como Pastora de los hermanos de su Hijo Jesucristo, que como comunidad peregrina por el mundo vive entre angustias, peligros y esperanzas hasta que lleguen a la patria definitiva: la gloria del Padre. A Ella se la invoca en la Iglesia con múltiples títulos: Abogada, Auxiliadota, Esperanza... pero el de Pastora le es inherente a su propia naturaleza e identidad, ya que Ella llevó en sus divinas entrañas al Señor y Pastor de la comunidad eclesial. A demás, Ella, la fiel servidora del Señor, se identifica con la misión y proyecto servidor de su Hijo.
Hay un salmo en las Sagradas Escrituras (Salmo 23), el del Buen Pastor que cuida de cada uno de nosotros. Las acciones que realiza el Pastor son las que podríamos reflexionar y recitar en estas fiestas de la Natividad de la Virgen María como Pastora. “Con Ella nada nos falta” (v.1), va siempre con nosotros, nos acompaña. Eso expresa una actitud de gran confianza, una medicina saludable, consoladora, divina, eficaz ante todas las ansiedades del corazón humano. Nos da seguridad y nos hace habitar en comunión con Dios y los hermanos en unidad y fraternidad. “Con su vara y su cayado” (V.4), defiende al pueblo de Dios de todos los enemigos que constantemente arremeten contra la vida de fe, la vida de comunión entre todos y la debilidad de nuestra humanidad.
“Aunque pasemos por valles de tinieblas, ningún mal temeremos” (v.4), son muchas las situaciones difíciles y escabrosas que la vida nos pone en el caminar; situaciones a veces incomprensibles y duras de superar, pero Ella está ahí guiando siempre y sosegando nuestro espíritu. Por ello “en verdes praderas, hierbas frescas, nos hace reposar conduciéndonos hacia fuentes de aguas tranquilas” (v.2). Si nos fiamos de Ella y nos ponemos en sus manos llegaremos a disfrutar de situaciones de paz y felicidad, dirigiéndonos al camino de la verdad, a praderas de amor, justicia, fraternidad y solidaridad; nos hace beber en las fuentes gratuitas de la gracia, de la reconciliación y la vida nueva a la que nos llama, la paz interior y la alegría de sentirnos hijos de Dios y presencia salvadora en el mundo por la acción del espíritu.
“Su amor y su bondad nos acompañan todos los días de nuestra vida, por eso habitaré en la casa del Señor por años sin término”manos llegaremos a disfrutar de situaciones de paz y felicidad, dirigiero Ella estora (v.6). Es el final de la oración de aquel fiel judío que oró al Señor y que para nosotros debe ser la respuesta que tenemos que dar a tanto amor y bondad de madre. Con una devoción y culto agradable a Ella, manteniéndonos unidos en la comunidad cristiana durante todos los días de nuestra vida en una actitud como la suya de colaboración, participación y servicio con todos los que formamos la gran familia de los Hijos de Dios, el Redil Eucarístico que espera participar del banquete del Padre junto con Santa María la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra.
Manuel Moreno Núñez
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En ocasiones, en nuestro lenguaje coloquial manifestamos concepciones de la Iglesia que poco tiene que ver con las afirmaciones del Concilio. Para unos, la Iglesia es identificada únicamente con el Papa, los obispos, sacerdotes, religiosos, etc. Como si los cristianos bautizados no tuviéramos nada que ver con ella, realidad pasiva con pocas posibilidades de participación. Otros identifican a la Iglesia como templo, casa de grandes dimensiones en la que nos reunimos para celebrar los sagrados misterios y los ritos litúrgicos y en la que están ubicadas nuestras venerables imágenes, disputándonos la propiedad del lugar en razón a respetables tradiciones. Finalmente, para muchos, la Iglesia no es más que un poder social y político sólidamente constituido que domina en el mundo. Si queremos comprender que María la Virgen es Madre de la Iglesia tenemos que superar esquemas anquilosados y fuera de la verdad teológica eclesial. Hay que beber de las fuentes del magisterio vivo y la tradición bíblica que la misma Iglesia transmite sin cesar.
Cristo, con su Muerte y Resurrección, crea un nuevo pueblo de Dios, formado por los que creen en Él, al nacer de nuevo por el agua y el Espíritu Santo (bautismo), nos incorporamos a dicho pueblo (Jn. 3, 5-6). Queremos decir que todo fiel bautizado que cree en Jesucristo como su único Señor y Salvador es Iglesia, pueblo de Dios o, como afirma San Pedro, “Somos un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios, y los que antes no eran ni siquiera pueblo, ahora en cambio, son pueblo de Dios” (1 Pe. 2, 9-10).
“Dios reunió al grupo de los que creen en Jesús y lo consideran el autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y fundó la Iglesia para que sea para todos y cada uno signo visible de esta unidad que nos salva” (San Cipriano, Epístola 69,6).
San Pablo habla de la Iglesia como el Cuerpo Místico de Cristo. “Cristo es la Cabeza, como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos, forman un solo cuerpo, así los fieles en Cristo forman un solo cuerpo” (1 Cor. 12 1-2). De esta manera, todos somos miembros de su cuerpo y cada uno miembro del otro (Rom. 2, 5). Afirma Santo Tomás “En este cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y resucitado, por medio de los Sacramentos de una manera misteriosa, pero real” (Summa Theológica III, q. 62, a 5 ad 1). Si nos fijamos en la simbología bíblica, la Iglesia, todos nosotros, somos en efecto el redil cuya puerta única y necesaria es Cristo (Jn. 10, 1-10). Rebaño cuyo Pastor será el mismo Dios (Is. 40, 11; Ezqu. 34, 11) Aunque son pastores humanos quienes gobiernan a los miembros de la comunidad cristiana, sin embargo, es Cristo mismo el que sin cesar los guía y alimenta; Él, el Buen Pastor y Cabeza de los miembros, dio su vida por nosotros (Jn. 10, 11-15; Lumen Gentium, número 6).
El Concilio Vaticano II al exponer la doctrina de la Iglesia se centra en Cristo, Hijo de Dios, nuestro Señor y Salvador, ilumina cuidadosamente la misión de la Bienaventurada Virgen María en la Iglesia, “quien ocupa el lugar más alto después de Cristo y el más cercano a nosotros” (Pablo VI, AAS. 56, 1964, pág. 37). Ella está en la esencia y orígenes de la Iglesia “junto con los apóstoles, antes del día de Pentecostés, perseveraba en la oración unidos junto con algunas mujeres” (Hch. 1, 14). En la tierra fue la excelsa madre del Divino Redentor, la compañera más generosa de todas y la humilde esclava del Señor.
Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos, los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre. Si fue Madre de Cristo Cabeza del Cuerpo, ella es Madre de cada uno de los miembros que formamos el cuerpo de Cristo, es decir, la Iglesia (Jn. 19, 26-27). Ella, al igual que su hijo, el Buen Pastor, con su amor de madre cuida como Pastora de los hermanos de su Hijo Jesucristo, que como comunidad peregrina por el mundo vive entre angustias, peligros y esperanzas hasta que lleguen a la patria definitiva: la gloria del Padre. A Ella se la invoca en la Iglesia con múltiples títulos: Abogada, Auxiliadota, Esperanza... pero el de Pastora le es inherente a su propia naturaleza e identidad, ya que Ella llevó en sus divinas entrañas al Señor y Pastor de la comunidad eclesial. A demás, Ella, la fiel servidora del Señor, se identifica con la misión y proyecto servidor de su Hijo.
Hay un salmo en las Sagradas Escrituras (Salmo 23), el del Buen Pastor que cuida de cada uno de nosotros. Las acciones que realiza el Pastor son las que podríamos reflexionar y recitar en estas fiestas de la Natividad de la Virgen María como Pastora. “Con Ella nada nos falta” (v.1), va siempre con nosotros, nos acompaña. Eso expresa una actitud de gran confianza, una medicina saludable, consoladora, divina, eficaz ante todas las ansiedades del corazón humano. Nos da seguridad y nos hace habitar en comunión con Dios y los hermanos en unidad y fraternidad. “Con su vara y su cayado” (V.4), defiende al pueblo de Dios de todos los enemigos que constantemente arremeten contra la vida de fe, la vida de comunión entre todos y la debilidad de nuestra humanidad.
“Aunque pasemos por valles de tinieblas, ningún mal temeremos” (v.4), son muchas las situaciones difíciles y escabrosas que la vida nos pone en el caminar; situaciones a veces incomprensibles y duras de superar, pero Ella está ahí guiando siempre y sosegando nuestro espíritu. Por ello “en verdes praderas, hierbas frescas, nos hace reposar conduciéndonos hacia fuentes de aguas tranquilas” (v.2). Si nos fiamos de Ella y nos ponemos en sus manos llegaremos a disfrutar de situaciones de paz y felicidad, dirigiéndonos al camino de la verdad, a praderas de amor, justicia, fraternidad y solidaridad; nos hace beber en las fuentes gratuitas de la gracia, de la reconciliación y la vida nueva a la que nos llama, la paz interior y la alegría de sentirnos hijos de Dios y presencia salvadora en el mundo por la acción del espíritu.
“Su amor y su bondad nos acompañan todos los días de nuestra vida, por eso habitaré en la casa del Señor por años sin término”manos llegaremos a disfrutar de situaciones de paz y felicidad, dirigiero Ella estora (v.6). Es el final de la oración de aquel fiel judío que oró al Señor y que para nosotros debe ser la respuesta que tenemos que dar a tanto amor y bondad de madre. Con una devoción y culto agradable a Ella, manteniéndonos unidos en la comunidad cristiana durante todos los días de nuestra vida en una actitud como la suya de colaboración, participación y servicio con todos los que formamos la gran familia de los Hijos de Dios, el Redil Eucarístico que espera participar del banquete del Padre junto con Santa María la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra.
Manuel Moreno Núñez
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