jueves, 4 de febrero de 2016

Juan Martínez Alcalde. La apacible sabiduría de un maestro

El Risco de la Divina Pastora de Cantillana

Las melancolías de octubre nos trajeron la amargura de la ausencia. Hace un año. Hace un año que llegó el otoño con la muerte en el esportón para una amigo y un maestro, Juan Martínez Alcalde, infatigable indagador de las esencias más ocultas y ciertas de nuestra religiosidad popular, que, a veces, como él mismo insinuó infinitas veces y con certero juicio, sólo es popular en la tramoya que vela sus entresijos a los no iniciados. Él supo verlo como pocos. Y supo transmitirlo como nadie.

            Sí, como nadie, porque a lo largo de su trayectoria investigadora forjó un estilo personalísimo y reconocible, una manera de relatar e interpretar que manejó con la pericia de quien hizo de algunas disciplinas humanísticas un itinerario vital. La licenciatura en Historia del Arte que jalonaba su currículum desde 1971 no lo convirtió en un especialista al modo moderno, lejos estuvo de encasillamientos y excesivos tecnicismos. Martínez Alcalde era un historiador largo y con el oficio que dan las horas de búsqueda y estudio, el acopio de un archivo privado envidiable, la paciencia ante las esquivas teclas y una afición desmedida por aquello que se inquiere y se analiza. Juan sabía de lo que hablaba, sabía mucho, muchísimo de lo que hablaba, pero sus libros, artículos y textos en general estaban despojados de todo academicismo estéril o petulante: el breve apunte erudito, una admirable memoria visual y conceptual, su fina mirada exegética, su capacidad para establecer comparaciones y contrastes pertinentes, una intuición plena y sugestiva, el uso diestro de la adjetivación… Todos estos rasgos hermenéuticos y lingüísticos singularizan su producción editorial; claro que ninguno de ellos se habría materializado cabalmente si no hubiera sido Martínez Alcalde, como decimos, un redactor impenitente y un curioso incombustible, que nunca renunció a ese discurso divulgativo pero hondísimo en el que no tuvo rival.

            Su Sevilla Mariana. Repertorio iconográfico (1997) es, y lo será por siempre, un clásico con mayúsculas: no hay más que decir. De gran lirismo evocador y agudeza historiográfica me parece «La virgen dolorosa y el paso de palio», capítulo de una obra enciclopédica de alto aliento y alcance, Sevilla penitente, en la que se codeó por méritos propios con los mayores expertos del momento en asuntos cofradieros. Merece también mención La Virgen de los Reyes. Patrona de Sevilla y de su Archidiócesis. Historia, arte y devoción (1989), escrito en ese estilo amable y abarcador que en él se personificaba. Sus incontables escritos sobre corporaciones de gloria hispalenses no tienen precio y, en muchos casos, saldaron deudas seculares con unas instituciones maltratadas por esta ciudad olvidadiza y provinciana; despuntan en este ámbito Hermandades de gloria de Sevilla (1988), un ensayo pionero e iniciático en su carrera erudita, y sobre todo los Anales histórico-artísticos de las hermandades de gloria de Sevilla (2011), un monumental recorrido en tres volúmenes que retratan de manera apabullante las virtudes de su autor y las excelencias del objeto de estudio.

Desde una esfera más modesta, pero con igual perspicacia y encanto, destacaría yo, entre otras decenas de cosas, las deliciosas notas fotográficas que fue publicando durante los últimos años de su vida en la revista Amargura, publicación periódica de la hermandad sevillana homónima, una institución a la que Martínez Alcalde estuvo muy cercano devocional y afectivamente. En un plano más personal, tengo especial predilección por una obra muy poco conocida, una de sus últimas publicaciones en forma de monografía: Imágenes pasionistas de Sevilla que no procesionan. Otra Semana Santa inédita y distinta (2009); un libro sin duda muy recomendable, sobre todo para aquellos que sepan y quieran apreciar la grandeza del arte sevillano, más allá de cánones consabidos y mediocres tópicos semanasanteros.


            Pero, a la faceta más pública y sonada de investigador, unió Juan Martínez Alcalde otros menesteres no menos definitorios. Paseante y figurante de la Sevilla recóndita, azote de libreros de viejo y asiduo del Jueves, paladeador de las mieles conventuales: escudriñador, en definitiva, de los ángulos de la urbe a los que no llega la luz banalizada de lo ordinario y lo previsible... Su peculiar atavío y sus ademanes casi afrancesados lo hicieron, por ejemplo, un pintoresco espectador de las cofradías sevillanas de gloria. Media sonrisa socarrona, dejillo nasal y atiplado, amplias gafas de pasta, perilla decimonónica. Figura inconfundible e imprescindible era la suya en las recoletas bullas que consiguen juntar las procesiones gloriosas más añejas y populosas. Así, sentía especial debilidad por la Virgen del Amparo y por la Reina de Todos los Santos, a las que siempre regalaba elogios en aquellas Guías editadas por el Consejo de HH. y CC. de Sevilla. También admiraba sobremanera las seculares glorias de la provincia, especialmente la solera y solemnidad de todo lo relacionado con el tesoro y culto de la Virgen de Gracia de Carmona (Sevilla), acerca de la cual repitió infinidad de veces, con su particular gracejo y precisión valorativa, que tenía «una categoría impresionante».

Aunque, entre todas esas advocaciones letíficas, tan dilectas para Juan, una descollaba con especial e íntimo escalofrío: la Divina Pastora de las Almas. Pastoreño se confesó siempre, por devoción y por convicción. Bebía los vientos por su Pastora de Santa Marina –ante Ella fue velado-, la Fuente de las Pastoras, como la denominó el visionario fray Isidoro de Sevilla, padre de este título mariano, carismático promotor de su culto y fundador en 1703 del primer Rebaño de María, antecedente de la hermandad a la que pertenecía y por la que tantísimo luchó Juan Martínez Alcalde. Su pastoreñismo estaba más que acreditado y nunca se cansó de proclamarlo y –lo que es más importante– de demostrarlo. De hecho la gran obra de sus últimos años fueron unos inconmensurables Anales del pastoreñismo, que permanecerían inéditos por completo si la referida corporación pastoreña del barrio de la Feria no hubiera tenido la sensibilidad de emprender y culminar las gestiones para que la parte de esos anales correspondiente a su historia particular se publicara en 2006 a cargo del Ayuntamiento hispalense con el título de Apuntes históricos y artísticos de la primitiva Hermandad de la Divina Pastora y Santa Marina. Pero, en realidad, en ese libro sólo asoma una pequeña parte de la obra total, bastante más amplia y exhaustiva, absolutamente apabullante. Ojalá algún día vea la luz: sería de los mejores homenajes que su ciudad pudiera rendirle, aun a título póstumo.

Su pastoreñismo lo llevó irremediablemente a Cantillana, villa sevillana célebre por su devoción a la Virgen como Divina Pastora desde el siglo XVIII. Fue precisamente por mi vinculación con la hermandad pastoreña de Cantillana por la que tuve la suerte de conocer personalmente a Juan Martínez Alcalde. Diversas circunstancias –que no vienen al caso– relacionadas con nuestra devoción pastoreña común me permitieron tratarlo de manera muy cercana, charlar con él en reiteradas ocasiones, visitar su casa y archivo particular, intercambiar pareceres e inquietudes sobre la marcha de la desgraciadamente perdida confraternidad de hermandades pastoreñas, que Juan apreciaba con firmeza y afecto. En estas conversaciones, la Pastora de Cantillana siempre salía a relucir; y es que Martínez Alcalde profesaba una devoción sincera a la imagen de la Virgen, cuyo proverbial magnetismo lo dejó subyugado desde su juventud.

No puedo dejar de señalar, por proximidad sentimental –aunque no sólo, por supuesto– el breve artículo «El Risco, una escenografía sagrada y bucólica», publicado en la revista Cantillana y su Pastora, que a pesar de su brevedad, abrió por primera vez perspectivas inéditas para el estudio, conocimiento y puesta en valor de un importante bien patrimonial material e inmaterial como es el montaje dieciochesco efímero que se instala en la parroquia de Cantillana (Sevilla) para la celebración de las fiestas mayores de la Divina Pastora en septiembre. Precisamente a esta imagen y sus afamadas celebraciones (procesión, novena, rosarios públicos y romería) dedicó un inspirado artículo, «La DivinaPastora de Cantillana» (1977), que se publicó en la revista Míriam; aquellas páginas traslucían y siguen trasluciendo de manera cabal y luminosa la profunda admiración de Juan Martínez Alcalde por la idiosincrasia pastoreña de Cantillana, cuyos afanes por la Pastora de las Almas han fraguado en un rico patrimonio, unos ritos y unas tradiciones transidas de autenticidad y significación, y sobre todo en una peculiar piedad popular y exteriorizante que siempre consiguió emocionar a nuestro protagonista.


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La Sevilla olvidadiza y frívola, que durante los últimos días, por ejemplo, en vez de volcarse y dar una cobertura informativa digna y pertinente a un acontecimiento de primera magnitud religiosa como la canonización de una santa sevillana, ha acumulado páginas en los periódicos para rumiar declaraciones y datos superfluos de no sé qué `plan´ capillita convertido artificialmente en noticia de primera plana, sigue teniendo deudas pendientes con muchos personajes destacados, que nunca buscaron la notoriedad, pero que merecen el reconocimiento explícito y oficial de sus paisanos. Juan Martínez Alcalde y otros muchos siguen a la espera de que esto ocurra y se haga justicia.


Juan Manuel Daza Somoano

Artículo de divulgación publicado en la web La Hornacina en octubre de 2015, con motivo del primer aniversario de su fallecimiento.



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