martes, 20 de octubre de 2015

Unas fiestas fuera de casa


Parece mentira. “Es que hace 25 años”, me dijo Florencio desde el otro lado del teléfono, con un pie y la cabeza puestos ya en Rota, aquel 18 de julio. Vaya por Dios. Y sentí vértigo. Miedo, quizá. Veinticinco años. Un cuarto de siglo. Media vida, como quien dice. Sólo cuando nos detenemos y miramos atrás somos conscientes de lo rápido que transcurre el tiempo. De cómo se pasa la vida, dijo el poeta. Aunque el tiempo no pasa, porque no existe: es una convencionalidad social. Pasamos nosotros. Casi sin darnos cuenta. Cómo se viene la muerte, tan callando, martilleaba el cenizo de Jorge Manrique evocando la de su padre.

Quien suscribe estaba allí, cómo no, trasegando entre las dependencias de la Soledad, siendo todavía un imberbe alumno del octavo curso de La Esperanza y con 14 años recién cumplidos, el más joven del grupo de chavales que enredábamos –y trabajábamos también, y mucho, “como mulas de carga”, expresaría gráficamente alguno- hasta que la junta de gobierno tuvo a bien mostrarnos dónde estaba la salida por cuestiones que no vienen al caso porque todo el mundo conoce o sospecha. Y si no, qué más da. Ha pasado tanto tiempo…

Mi amigo Luis Manuel y yo, tras trabar amistad gracias precisamente a la emisora municipal –bendito vicio- acabábamos de ingresar en el grupo joven de la Patrona, lo que a mis padres les costó mi primer traje de chaqueta –cruzada, botones dorados, una reliquia- y una cuota anual que todavía hoy soportan con paternal estoicismo. Allí conocimos a una serie de personas excepcionales a las que todavía hoy, un cuarto de siglo más tarde, nos unen lazos de amistad. No hace mucho, por cierto, celebrando con un día de piscina el reciente bautismo del benjamín del grupo, volvían a mi memoria aquellos años de adolescencia, otrora de montaje de cultos y besamanos, en contraste con la actual abundante presencia femenina y la escandalosa infantil algarabía en el agua.
8 de Septiembre de 1990, la Divina Pastora sale de la Ermita de
la Soledad, por encontrarse en obras la Parroquia Pastoreña.


Nos hacemos mayores. Y aquellos castos –castrones dirían otros, despectivamente- chavales de pueblo que casi salimos corriendo cuando una veterana meretriz de la Alameda de Hércules nos ofreció sus servicios con el descaro adquirido tras una dilatada trayectoria profesional, a la vuelta, seguramente, de comernos unas bolas picantes en Casa Eulogio, nos hemos convertido, por la ley natural de la vida, en padres de familia. Cada uno con sus problemas, sus preocupaciones, sus ilusiones. Que si la hipoteca, que si los niños, que si el trabajo, que si las normales fricciones de la convivencia, que si qué sé yo. Como todo el mundo. Ni más ni menos.

            Sea como fuere, y tras suplicar la indulgencia del lector por este acceso de nostalgia sobrevenida, vamos al grano. Resulta que este 2015 se cumplen 25 años del traslado de nuestra Pastora Divina a la ermita de la Soledad, donde se celebraron los cultos principales y las fiestas de 1990 debido a las obras de restauración de la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción. Efemérides, por tanto, que no debe pasar inadvertida en esta revista de las fiestas pastoreñas y, menos aún, en la sección que cada año dedicamos a la historia de nuestra hermandad.

            Porque el hecho en sí mismo puede considerarse histórico -por único- en el seno de esta corporación. Que sepamos, es la única ocasión en que septiembre mutó su escenario habitual de retablos, pilares y riscos del templo mayor de la villa por el de la antigua ermita de San Sebastián, erigida desde tiempos inmemoriales en la vía de Cazalla y otros feudos de la Sierra Morena, por donde transcurre la calzada que iba a morir al puerto romano de Naeva, desde el que los conquistadores daban salida hacia el corazón del Imperio a todo cuanto de valor expoliaban en la comarca.

            El hecho es que el templo venía mostrando síntomas poco halagüeños desde hacía un tiempo. Algunos desprendimientos de la cubierta, por suerte sin consecuencias, dieron la voz de alarma. La parroquia necesitaba urgentemente someterse a trabajos de restauración y rehabilitación antes de que el problema pasara a mayores, provocando una tragedia. Menos mal que ese toro le tocó lidiarlo a un gran párroco y buen gestor de la comunidad, Manuel González Martín (q.e.p.d.), quien había llegado a esta plaza un par de años antes. Gracias a aquel cura de baja estatura y agrio carácter, que no dudaba en interrumpir la misa para bajar del presbiterio y mandar callar a quienes no seguían los oficios con respeto o en remangarse el alba para coger la guitarra y entonar ‘El gallo rojo y el gallo negro’ para escándalo de los más conservadores, muchos jóvenes nos acercamos a la Iglesia y nos comprometimos en diversos grupos parroquiales.
Altar provisional en el que fue venerada la Divina Pastora
durante su estancia en la Soledad.

            No es de extrañar que el templo, como cualquier edificio, se hubiese deteriorado con el paso del tiempo, que en este caso se cuenta por siglos. Que sepamos, está acreditado documentalmente que las obras de la iglesia se iniciaron en el año 1555 a cargo del maestro albañil Juan Pérez Caravallo, debido a que las crecidas del río habían terminado por arruinar el templo anterior. No obstante, y aunque los trabajos de ejecución comienzan, se paralizan para no volver a retomarse hasta 1619, esta vez bajo la dirección de Leonardo de Navas, según el diseño del arquitecto y maestro mayor de fábrica del Arzobispado de Sevilla, Diego López Bueno.

Ignoramos la razón de este lapso de tiempo de 64 años, pero parece que los motivos pudieron ser tanto económicos como la venta de Cantillana a Juan Antonio Vicentelo de Leca, cuyos descendientes serían finalmente los encargados de sufragar los gastos para la erección de la nueva iglesia mayor con el apoyo económico del Concejo de la Villa. Capítulo aparte merece la torre, de posterior factura (1784) y que casualmente en nuestros días está mostrando ya síntomas de necesitar una urgente restauración para la consolidación de elementos, habiendo sido inspeccionada recientemente por los técnicos urbanísticos del Arzobispado de Sevilla ante el riesgo cierto de desprendimientos.

            Es decir, que cuando en 1990 se inician las obras de rehabilitación de la parroquia, llevaba alrededor de 350 años construida (desde mediados del siglo XVII) sin que, hasta ese momento, exista referencia de restauración alguna, más allá de los trabajos de enriquecimiento ejecutados aprovechando la terminación de la torre-campanario a finales del siglo XVIII. Lo que se hizo durante la Guerra Civil fue la sustitución de retablos e imágenes destruidas o desaparecidas, pero el edificio como tal no fue objeto de obras, al margen de enfoscado o pintura. Eso sí, se aprovechó para cambiar la ubicación del coro, cegando el acceso principal de la parroquia, popularmente conocida como “la puerta de los novios”. Manuel González Martín y la comunidad parroquial se enfrentaban, por consiguiente, a finales de la década de los 80, a una empresa de envergadura.

            La entrañable imagen de la Divina Pastora, expuesta al culto público en la iglesia parroquial desde el primer cuarto del siglo XVIII, abandonaba el interior de su camarín una madrugada de abril de 1990 en un traslado privado, custodiada en el interior de la furgoneta de Pepe Ferrari, que la llevaría hasta la ermita de la Patrona, donde quedaría instalada en un altar portátil en uno de los extremos de la nave del crucero, al lado del presbiterio. Quedaba, entonces, la Soledad flanqueada por Asunción y Pastora, fundiéndose así las tres grandes devociones marianas del pueblo durante el año largo que duraron los trabajos en la parroquia. Tres imágenes, tres advocaciones, una sola mujer y madre. A modo de singular Trinidad cantillanera.

            Según consta en el libro de actas de la hermandad, el traslado de la imagen a la ermita de la Soledad se realizó “privadamente” el sábado 21 de abril, donde se celebrarían semanas más tarde los actos y cultos de mayo: el triduo, que fue predicado por el párroco; rosario de la aurora, besamanos y ofrenda de flores. Para la novena y función principal, la Divina Pastora fue instalada en el presbiterio del altar mayor, “sin que se pudiera colocar en este año el tradicional Risco por cuestiones de falta de espacio”. El acta de aquella reunión de la junta de gobierno, entonces presidida por Antonio Solís como hermano mayor, detalla incluso el singular recorrido que siguió la procesión de aquel 8 de septiembre, bajando por la avenida de la Soledad para entrar en el Llano por San Bartolomé y continuar por Real, Cardenal Spínola, plaza del Corazón de Jesús, calle Juan Ramón Jiménez, Miguel de Cervantes, plaza Menéndez Pelayo, Martin Rey y Llano, subiendo a la vuelta por la calle Polvillo.
            En cuanto al recorrido que siguieron los rosarios públicos de hermanas –víspera y última noche de novena- de aquel 1990, no queda constancia en el libro de actas de la hermandad, pero Pepe Carrascal nos asegura que bajaron por la avenida de la Soledad y entraron en el Llano por San Bartolomé, para bordear la plaza, tomar la calle Real abajo y subir de nuevo por Castelar, Martin Rey y calle Polvillo de regreso a la ermita de la Patrona.

Durante los cultos anuales, las dos devociones principales de
Cantillana permanecieron juntas, propiciando una imagen
histórica.


            Aquel año, la imagen de la Divina Pastora volvería a salir desde la Soledad con motivo de la romería el sábado 29 de septiembre. El triduo de San Francisco se celebró en la ermita, donde se encontraba la imagen del santo, durante tres domingos consecutivos, mientras que la novena de ánimas tuvo lugar en la iglesia de la Misericordia, a excepción de la misa de difuntos, que se ofició en la Soledad por cuestiones de aforo.

Y así, salvando de la mejor manera posible el inconveniente de la clausura del templo parroquial para el buen discurrir de la programación de actos y cultos, entró el año 1991 con el triduo a Marcelo Spínola, que hubo de celebrarse en la ermita aprovechando también las misas dominicales. En el acta-balance de ese año leemos que “terminadas las obras de la parroquia, la imagen de la Divina Pastora fue trasladada privadamente en la noche del 30 al 31 de mayo desde la ermita de la Soledad hasta el camarín de su capilla”. Se da la circunstancia de que la Divina Pastora fue la última imagen en abandonar el templo parroquial y la primera en volver, habiéndose resuelto este particular, para que no fuera origen de conflicto, mediante un sorteo con el fin de evitar posibles discrepancias entre las dos hermandades de gloria.

Durante los trece meses que van desde abril de 1990 hasta mayo de 1991 se ejecutaron los trabajos de restauración y reforma de la parroquia, todo un hito si tenemos en cuenta la envergadura de las obras y el ajustado plazo de ejecución. Mérito del párroco, sin duda, pero también de los cantillaneros que compusieron aquella comisión creada al efecto y del pueblo en general, que se volcó en esta empresa con el objetivo último y común de que el templo estuviera el mínimo tiempo posible cerrado al culto y de que las imágenes de mayor devoción popular regresaran cuanto antes a la normalidad cultual de la vida ordinaria de Cantillana. Por muy buena que sea la anfitriona con sus huéspedes –en este caso, la mejor- a nadie le gusta estar mucho tiempo fuera de casa, menos aún por obligación.

Había, por tanto, que ponerse manos a la obra. Nunca mejor dicho. Como recogía esta misma revista en 2006 dentro de la sección ‘La parroquia pastoreña’ y ha recordado Jesús Cañavate este año en la publicación ‘Dives en Misericordia’, de la Hermandad Sacramental, la intervención principal tuvo como objeto las techumbres que, como se ha dicho, presentaban un estado crítico. La construcción de un forjado de hierro, rasillones y hormigón armado sobre el antiguo forjado de madera y la reposición de las tejas fue lo más destacado de la obra, que también incluía el remozamiento de las tres portadas neoclásicas de la iglesia.

En la capilla mayor se restauraron y doraron la mesa de altar y el ambón, se colocó un cancel nuevo de madera de pino que sustituyó al antiguo y se renovaron la instalación e iluminación eléctrica de todo el edificio, incluidos los retablos. Se remodelaron y reedificaron las dependencias parroquiales y la sacristía. Al mismo tiempo, se aprovechó la ocasión para sustituir algunas imágenes y cuadros del templo por obras de mayor valor artístico e histórico. Según el dato que aporta Cañavate en su artículo, el coste de la rehabilitación del templo rondó los cincuenta millones de las antiguas pesetas (unos 300.000 euros de los de ahora), y fueron financiados por el Arzobispado, las hermandades, el pueblo, el Ayuntamiento y otros benefactores particulares.

El domingo 2 de junio de 1991, festividad del Corpus Christi, fue el día elegido para la reapertura del templo. Con tal motivo, el cantillanero Juan Palomo Reina, doctor en Bellas Artes, pintó un cartel conmemorativo del acontecimiento, histórico para el conjunto de los vecinos. La procesión eucarística partió desde la Soledad y la salida se produjo por la tarde, para que pudiera asistir el entonces arzobispo de Sevilla, fray Carlos Amigo Vallejo, de manera que anochecía cuando se abrieron las puertas de la parroquia y entraba el Santísimo seguido por todos los fieles, autoridades e invitados. Una vez en el interior, se desarrolló un acto en el transcurso del cual se explicaron los pormenores de la obra. El propio párroco narraba este gozoso día en el artículo que firmaba en la Revista de Feria de 1991, en el que ponía de manifiesto que el éxito de esta empresa era colectivo, fruto de la cooperación y de la generosidad de todos.


Así terminaba el forzoso exilio de la Divina Pastora, que regresaba a la intimidad de su camarín año y pico después de abandonar su ahora remozada casa.

José María de la Hera
(Publicado en la revista Cantillana y su Pastora de 2015) 

1 comentario:

Anónimo dijo...

ojala y os presentais para las proximas elecciones porque la mayoria de los pastoreños no soportamos mas la situcion que tenemos y ahora ganis seguro