domingo, 11 de mayo de 2014

Hoy celebramos la dominica del Buen Pastor




La liturgia de este domingo está llena de la alegría pascual, cuya fuente es la resurrección de Cristo. Todos nosotros nos alegramos de ser “su pueblo y ovejas de su rebaño” (Sal 100, 3).
Toda la Iglesia se alegra hoy porque Cristo resucitado es su Pastor, el Buen Pastor. De esta alegría participa cada una de las partes de este gran rebaño del Resucitado, cada una de las falanges del Pueblo de Dios en toda la tierra.
La Iglesia propone con frecuencia a los ojos de nuestra alma la verdad sobre el Buen Pastor. También hoy escuchamos las palabras que Cristo dijo de sí mismo: “Yo soy el Buen Pastor, y conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí” ( Jn 10, 14).
Cristo crucificado y resucitado ha conocido de modo particular a cada uno de nosotros. Cristo Buen Pastor nos conoce a cada uno de manera distinta. A tal propósito dice estas insólitas palabras: “Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna, y no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, es mayor que todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 27-30).
Miremos hacia la cruz, en la que se ha realizado el misterio del divino “legado” y de la divina “heredad”. Dios, que había creado al hombre, después del pecado del hombre, restituyó ese hombre, cada hombre y todos los hombres, de modo particular a su Hijo.
Cuando el Hijo subió a la cruz, cuando en ella ofreció su sacrificio, aceptó y abrazó, con su sacrificio y con su amor, al hombre, a cada uno de los hombres y a todos los hombres, y, simultáneamente, lo confió a Dios, Creador y Padre. En la cruz se hizo “nuestra Pascua” (1Co 5, 7).
Nos ha devuelto, a cada uno y a todos, al Padre, como al que nos había creado a su imagen y semejanza, y que, a imagen y semejanza de este su propio Hijo eterno, nos ha predestinado “a la adopción de hijos suyos por Jesucristo” (Ef 1, 5).
La resurrección se ha convertido en la confirmación de su victoria: victoria del amor del Buen Pastor, que dice: “Ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna, y no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano”.

 Nosotros somos de Cristo.
La Iglesia quiere que miremos hacia la cruz y la resurrección, y que midamos nuestra vida humana con el metro de este misterio. Cristo es el Buen Pastor porque conoce al hombre, a cada uno y a todos. Lo conoce con este conocimiento único pascual. Nos conoce porque nos ha redimido. Nos conoce porque “ha pagado por nosotros”: hemos sido “rescatados a gran precio”.
Nos conoce con el conocimiento y con la ciencia más “interior”, con el mismo conocimiento con que él, el Hijo, conoce y abraza al Padre y, en el Padre, abraza la verdad infinita y el amor. Y mediante la participación en esta verdad y en este amor, él hace nuevamente de nosotros, en sí mismo, los hijos de su eterno Padre; obtiene de una vez para siempre la salvación del hombre, de cada uno de los hombres y de todos, de aquellos que nadie arrebatará de su mano.
En efecto, ¿quién podría arrebatarlos? ¿Quién puede aniquilar la obra de Dios mismo que ha realizado el Hijo en unión con el Padre? ¿Quién puede cambiar el hecho de que estemos redimidos, un hecho tan potente y tan fundamental como la misma creación?
A pesar de toda la inestabilidad del destino humano y de la debilidad de la voluntad y del corazón del hombre, la Iglesia nos manda hoy mirar a la potencia, a la fuerza irreversible de la redención, que vive en el Corazón y en las manos y en los pies del Buen Pastor, de aquel que nos conoce.
Hemos sido hechos de nuevo propiedad del Padre por obra de este amor que no retrocedió ante la ignominia de la cruz, para poder asegurar a todos los hombres: “Nadie os arrebatará de mi mano” (cf Jn 10, 28).
La Iglesia nos anuncia hoy la certeza pascual de la redención, la certeza de la salvación. Y cada uno de los cristianos está llamado a la participación de esta certeza:
¡Verdaderamente he sido comprado a gran precio! ¡Verdaderamente he sido abrazado por el Amor, que es más fuerte que la muerte y más fuerte que el pecado! ¡Conozco a mi Redentor, conozco al Buen Pastor de mi destino y de mi peregrinación!
Con esta certeza de la fe, certeza de la redención revelada en la resurrección de Cristo, partieron Pablo y Bernabé por los caminos de su primer viaje al Asia Menor. Se dirigen a los que profesan la Antigua Alianza, y cuando no son aceptados, se dirigen a los paganos, se dirigen a los hombres nuevos y a los pueblos nuevos.
En medio de estas experiencias y de estas fatigas comienza a fructificar el Evangelio. Comienza a crecer el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza.
¿A través de cuántos países, pueblos y continentes pasaron estos viajes apostólicos hasta el día de hoy? ¿Cuántos hombres han respondido con gozo al mensaje pascual? ¿Cuántos hombres han aceptado la certeza pascual de la redención? ¿A cuántos hombres y pueblos ha llegado y llega siempre el Buen Pastor?
Al final de esta grandiosa misión se delinea lo que el Apóstol Juan ve en su Apocalipsis: “Una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos… Vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero” (Ap 7, 9-14).
Así pues, también nosotros confesamos la resurrección de Cristo, renovamos la certeza pascual de la redención, renovamos la alegría pascual que brota del hecho de que nosotros somos “su pueblo y ovejas de su rebaño” (Sal 100, 3).
Que siempre tengamos al Buen Pastor. Perseveremos junto a él. Cantemos a su Madre: REGINA COELI, LAETARE.

BEATO JUAN PABLO II, 
Homilía en Santa María in Trastevere -27-4-1980


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