sábado, 8 de septiembre de 2012

Instantes emotivos


― ¡Repican a gloria, madre…!
Y en lo alto de la torre, las campanas, hundidas en las celestes vestiduras de un mar hecho cielo, repican y repican su himno triunfal, contentas con sus cantos, porque ellas, por espirituales se sienten también un poco pastoreñas.
¡Ay, si las campanas hablaran la torpe lengua de los hombres, que lección más sublime podrían darle al mundo, cuando el alegre repique siembra a volteo por toda Cantillana, la dicha de que se halla próxima la fiesta grande!

¡Se aproxima el día 8! Vivir un año para gozar un día es el lema que llevan en el alma los habitantes de este pedazo de cal de enmedio de la Sierra Morena.
Están de fiesta las almas. Y mientras se yerguen los arcos triunfales y el Risco se cuaja de romero y las blancas ovejas ponen en el altar la nota de armiño de su vellón inmaculado, los cantillaneros ven las ansiosas horas de espera. Y llega el día 8.
Y pasa la Virgen. Con su corte de luz, de paz, de bendiciones.
La Pastora con paso menudo, de mujer y andaluza, con su belleza morena a los aires y con el nimbo majestuoso de Virgen, pasa por el pueblo recogiendo piropos y lágrimas, rezos y vivas. Es un rosario íntimo de gozo y dolores. Ante Ella que es la Vida, va pasando la vida.

El pueblo se apiña a sus andas en demostración rotunda de amor y de fe. En cada boca florece un rezo y en cada pupila una súplica y en cada corazón una esperanza.
En la puerta de solariega casa festoneada de jaspe, una viejecita enferma, adalid, el más firme de la devoción pastoreña, con lucideces momentáneas, con ojos cansados de sufrir, mira a la Virgen a través de sus lágrimas. En aquel momento no hay para ella en su celebro despierto, más que el instante emotivo de hablar con la Madre de Dios. No se pasó ni un día de su vida sin ir a verla a su camarín; ahora es Ella la que viene a verla a la puerta de su casa, y el rostro de la enfermita se alegra y antes de que otra vez su cerebro duerma se le oye torpemente, pero sinceramente decir:
­―  “Ya no me muero sin haberla visto...”
Y más allá, una madre joven ofrece el fruto de sus entrañas a la que es Dueña y Señora. Y el niño, blanco como las ovejas de la Pastora, extiende sus bracitos de roscas profundas hacia el paso, mientras la madre feliz repite:
― “Gracias, Pastora buena… Yo te lo ofrezco…”
Y la Virgen esta vez no llora. La Virgen ríe. En sus labios se abre la sonrisa triunfal, esplendente de gloria, contenta porque sus hijos sepan vivir los únicos momentos de vida que son los del corazón.
Y lagrimas y risas y vivas y penas, toda la gama del humano sentir va desgranándose ante la maravillosa imagen.

No son, lector, imaginaciones, ni absurda creencia fanática, ni mero cantar de juglaría, si te digo que la Virgen llora y ríe según la pena o alegría de sus devotos. De ellos te doy fe. Te doy fe con el miso dolor de mi alma.
Yo no falté nunca a la cita de la Pastora el día 8. Siempre, cuando mis ojos sorprendentemente abiertos reflejaban la imagen de la Pastora, en sus labios veía la sonrisa abierta como estaba abierta en una sonrisa mi alma.
Pero un día me vine, un atardecer lleno de luz en las lejanías, para no volver más. Aquel día, el sol se enterraba tras las jaras de las colinas y yo dejaba atrás enterrada mi vida en el camposanto silencioso y húmedo del pueblo.

Y no he vuelto más, ni creo que haya de volver, aunque lo deseo vivamente; tras aquella desgracia vinieron otras tan profundas sus heridas como las de la muerte y tengo miedo a que la cicatriz se abra. Pero sigo viviendo el día 8 en la intensidad del recuerdo. Y al saber que la Pastora en la tarde feliz, pasa por las calles del pueblo, yo, como físicamente la viera, la miro, y Ella sabe que le hablo de Ella. Sabe que tengo en el alma un hinco de espinos desde la noche en que las negras pupilas queridas brillaron con el azoque inquieto de su fiebre y el tiempo se paró congelado en sus ojos despiertos. Y como la viejecita, como el enfermo, como el triste, yo, como toda Cantillana, le cuento mis pesares:
― Aun tengo, Madre, las lagrimas atenazando mi garganta; aún tengo en mis labios la plegaria que empezó cuando ella, en un suspiro hondo, subió al cielo; aún siento en mis manos la caricia de su mano fina… ¡aún tengo, Pastora mía, el deseo de darle un beso más, un beso que sería tan ardiente que le inyectaría la vida…! Pero ella dejó las sombras de la vida para hallar la luz de mi vida y hallé solo las sombras del dolor… Tú que la tienes, Madre… Como el primer día, no te pido por ella que te goza, te pido por nosotros que la perdimos…

Y créeme, lector, que yo no veo ya en la Pastora la sonrisa que siempre observé. Con los mismos ojos que vi su alegría veo ahora claramente el prisma de las lágrimas en el rostro bellísimo de mi Virgen, hechas joyas, en sus ojos rasgados.
No es cantar de juglar. Es que en Cantillana, ante la Divina Pastora, se vive sin mistificaciones, con el Espíritu. Por ello Cantillana es para todos un anticipo de cielo. Y para mí, un pedazo de gloria. Que no en balde tengo en el pueblo como en un fanal; los dos afectos más grandes de mi vida: un estrecho camarín en una amplia iglesia con la sonrisa de mi Pastora y un estrecho hueco del cementerio viejo con la sonrisa dormida de un ángel que  fue mi luz. Dos sonrisas, hoy dos lágrimas, que bajan desde las estrellas, en la noche mística del día 8, a besar con un soplo de amor mi alma quebrada.

Yo no sé si mi crónica llegará a tu alma, lector. Si se que si vas a Cantillana en la fiesta de la Pastora Divina, al ver a la que es luz bajo las luces de arcos triunfales, y ver la Imagen prodigiosa rodeada de palomas que duermen en sus manos, en su falda, atraídas por sus ojos, ellos también te traerán a ti, y te enamoraras de Ella como me enamoré yo. Y la harás causa y principio de tu vida. Y la proclamaras Madre y la proclamaras Reina, y aun si no eres creyente, de tu boca saldrá, ante su paso menudo, un espontaneo, un sincero:
―”¡Viva la Pastora Divina!”
Este es el día 8. Una noche augusta. Cabrilleo de estrellas y rutilar de almas. La Luna, mientras, tejiendo hilos de plata como estelas de espumas y el Sol, dormido, prendido en los encajes del sombrero de la Pastora Divina de Cantillana.

Juan Ríos y Pérez de Vargas
Publicado en la revista Cantillana y su Pastora nº 1, 1947

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un artículo muy emocionante para este día tan incomparable. La función principal ha estado preciosa con el órgano y los violines, Enhorabuena a todos los pastoreños, por poder disfrutar de esta gran función con sabor añejo y tan solemne, ahora a disfrutar de la noche única del día de la Pastora con la Señora pastoreando por las calles de su pueblo.