jueves, 19 de enero de 2012

La Pastora de las Almas

El nombre de María aparece escrito en cada una de las páginas de nuestra historia, y no hay día del año que no nos traiga el recuerdo de algún hecho memorable, que nuestros antepasados realizaron, y que nos sirve como acicate para acudir con segura confianza en los apretados trances de la vida a aquella, de quien se ha asegurado que nadie la invocó jamás en vano.


Entre las glorias de Sevilla más dignas de mención en este orden de cosas debe contarse el haber sido cuna de la devoción a la Divina Pastora, honra señaladísima que conmemoramos este año, en que se cumple el segundo aniversario secular de la proclamación del Pastorado de la Virgen, o sea, de habérsele dado el por tantas razones sabroso título de Pastora de las almas.

[...] Ardua empresa sería, por el largo catálogo que habría de tejerse, enumerar los varones insignes que nuestra ciudad encerraba dentro de sus muros en los fines del siglo XVII y comienzos del XVIII [...]

A tan numerosa y escogida pléyade de ilustres personajes pertenece el célebre fray Isidoro de Sevilla que, renunciando a timbres y blasones, se afilió desde bien temprano a la Orden Capuchina, y muy pronto fue ornamento de ella porque a la exacta guarda de su regla, a la áspera penitencia con que martirizaba sus carnes, a las virtudes religiosas, de que era dechado perfectísimo, juntaba un ardiente celo de las almas y una devoción suave y llena de ternura a la Santísima Virgen, prendas que le granjearon el respeto y la estima del pueblo sevillano, justo apreciador del mérito de buena ley.

Predicaba mucho el padre Isidoro, y gozábase en mostrar en sus sermones la solicitud incansable de la Santísima Virgen y sus afanes por la salvación de los hombres, con lo que, acaso sin darse cuenta de lo que hacía, iba preparando los caminos a la ejecución de un designio, de un plan providencial, de que debía ser él mismo instrumento y ejecutor.

¿Es que tuvo realmente, como contaban las muchedumbres, una visión del cielo, en la que con los ojos del alma o acaso con los del cuerpo percibió distintamente a la Santísima Virgen en el atalaje y con los atavíos de Pastora, rodeada de los hijos de Adán, que forma-ban en torno numerosa grey, y ella atendiendo a todos, por todos velando, desviviéndose por todos? ¿O es que en sus meditaciones acerca de los oficios que María desempeña cerca de los mortales entendió clarísimamente que ejerce para con nosotros un verdadero pastorado, y que si su Hijo es nuestro Buen Pastor, ella es en toda verdad nuestra Pastora amante, y le vino una inspiración celestial, viva, fuerte, tenaz, irresistible de pintarla bajo esta atractiva forma y proclamarla Pastora de las almas?

Juzgamos, por lo que a nosotros toca, lo primero; mas no nos interesa averiguarlo. Dios, lo enseña San Pablo, ha hablado y habla a los hombres de muchas maneras. Saber que efectivamente ha hablado y lo que ha dicho es lo que en realidad es importante. Cómo lo ha hecho problema es, cuestión secundaria. Y cierto es que ahora se haya revelada la voluntad divina por visión sobrenatural, ora se haya manifestado por celeste inspiración, no cabe duda de que la advocación de Pastora de las almas, atribuida a María, ha bajado de lo alto, como bajó el nombre de Juan dado al Bautista.

El autor de este articulo, el Beato
Marcelo Spínola, destacó por su
devoción a la Santísima Virgen,
Pastora amantísima de nuestras
almas siendo hermano mayor
perpetuo de nuestra Hermandad.
En efecto, en el año de 1703, como antes lo hemos indicado, fray Isidoro de Sevilla después de larga noche se decidió a desplegar a los vientos la bandera de la Divina Pastora, enarbolándola en nuestra hermosa ciudad y llamando a grandes y pequeños a que se alisten bajo ella. Los capuchinos, sus hermanos, la empuñaron luego y la pasearon por España y muy en breve se generalizó y difundió en todas partes tan hermosa devoción, a lo que contribuyó no poco el gran Diego de Cádiz.
Las lagrimas que la Pastora enjugó, los consuelos que hizo sentir a las ovejas enfermas o extraviadas de su rebaño, los alientos que infundió en las que a e ella tornaban los ojos, la solicitud con la que en la hora de las pruebas las defendió del lobo infernal, la seguridad con que las guió por los caminos de la virtud, las mercedes, en una palabra, y las gracias que con mano prodiga fue por donde quiera derramando, ni por el numero se pueden contar, pues exceden a todo guarismo, ni por su valor estimarse justamente, pues no tienen precio.

Y como si fuera todavía pequeña cosa, la Iglesia mostró en mil formas que veía con buenos ojos el nuevo título dado a María, que lo aprobaba de corazón, que lo aplaudía espontáneamente, que santamente se regalaba, permítasenos así decirlo, con él, hecho en verdad decisivo en la materia pues la iglesia no aplaude, ni bendice sino lo que es bueno y santo y solo en lo santo y lo bueno se complace y se deleita.

Efectivamente, los obispos autorizaron la representación de la Virgen en el traje de Pastora; y el pincel de los más afamados pintores, así trazó su figura en el lienzo, y el cincel así modeló su cuerpo en leño, mármol o bronce; consintieron además que se le erigieran altares; permitieron que en su honor se celebraran solemnes funciones; dejaron que el nombre de Pastora se impusiese a las niñas en el bautismo y, por último, no ya los obispos, la Santa Sede sancionó un oficio, que se recita, y una misa que anualmente se ofrece en las aras del catolicismo en honra de la Madre del Pastor Divino.

Todo esto habla muy elocuentemente, y dice en todos los tonos a los que no han perdido la facultad de pensar y discurrir: Dios lo quiso.

Y en verdad que Dios lo quiso: no es posible negarlo. Si la idea de fray Isidoro de Sevilla hubiera sido un pensamiento meramente humano, nacido en la cabeza de un hombre bien intencionado, mas sólo al calor de un generoso sentimiento... habría pasado como pasa todo lo que es obra del hombre; mas no se habría transmitido de un pueblo a otro pueblo, de una generación a otra generación, ni habría hecho suyo, apropiándoselo, la Iglesia. Esto explica el regocijo de los hijos de Sevilla, al llegar el aniversario dos veces secular de la proclamación del Pastorado de María [...]

[...] Démonos todos el parabién de que no haya pasado inadvertida una solemnidad, que tanto honra a nuestro pueblo, y que tan fecunda puede ser para el bien común.

Si el nombre de Reina y Señora nos obliga a inclinarnos penetrados de respeto ante María, el nombre de Pastora nos mueve a levantar la mirada a ella con el alma henchida de consoladoras esperanzas.

Beato Marcelo Spínola y Maestre
Cardenal arzobispo de Sevilla y hermano mayor perpetuo de ntra. Hermadad.
Publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Sevilla con motivo del bicentenario de la advocación. Núm. 526.15-IX-1903.

No hay comentarios: