El Padre Claudio junto a fray Melchor de Santa Ana y fray Romualdo de Galdacano ante el paso de la Divina Pastora. |
Y ¿quién fue el padre Claudio de Trigueros?, preguntará, tal vez, alguien de los que esto leen. La respuesta es que fue un capuchino, y "de los de antes", conforme anteriormente se dice, con una humanidad enorme, de cuerpo grandullón, fuerte, con lucida y solemne presencia y de barba poblada. Pero, no obstante, y a pesar de lo dicho, su inmensa alma era sencilla como la de un niño, fue siempre infantil, generosa y en ella no cupo maldad alguna.
Había llegado a la Orden Capuchina el 29 junio de 1916, cuando tenía ya 21 años cumplidos, un poquito crecido para aquellos tiempos. Su ordenación sacerdotal, el 20 de diciembre de 1924, tiene lugar, por esto mismo, a los 29 de su nacimiento. Pronto, los superiores pudieron apreciar sus buenas cualidades y sus muchas virtudes. En breve lo nombran, por este orden, di-rector del Seminario Seráfico, vicemaestro de novicios y guardián de Antequera. Eran aquellos difíciles y desventurados años 30 del ya antedicho siglo. Precisamente, el recuerdo de estos años nos trae a la memoria un episodio, juzgado providencial en la vida del padre Claudio. Era el año 1933, se había tenido el Capítulo Provincial. Los superiores, a raíz del mismo, lo nombran, como ya quedó anotado, guardián del convento capuchino de Antequera. Estaba contento al verse bien aceptado por los frailes de la comunidad. Pero, pasados algunos meses, le piden, los mismos que lo nombraron, que renuncie a dicho cargo, ya que lo necesitaban para maestro de novicios. Su disponibilidad fue total y absoluta, aceptando, sin más, y dejando la guardianía y aquella ciudad para venirse a Sevilla. Y ¿qué de extraordinario supuso y llevó consigo esta digna y religiosa postura suya? Con toda rotundidad y, sin dudarlo un momento, afirmamos que haberse librado de ser fusilado, junto al monumento de la Inmaculada existente a la puerta del convento de Antequera. Esto fue, en efecto, lo que en los comienzos de la cruenta y terrible guerra civil española del 36, le sucedió a su sustituto y a la mayoría de los otros hermanos de aquella su comunidad. A ellos hoy les llamamos los mártires de Antequera, y estamos a la espera de verlos pronto en los altares.
Es que Dios, ciertamente, lo tuvo que proteger al haberlo querido y destinado para otra obra suya. Con el tiempo vendría a ser el vibrante y apostólico pregonero del Evangelio, a la forma como entonces gustaban a las gentes de su época. Su quehacer misionero, duro y, a veces apocalíptico, fue un todo coherente, lógica consecuencia de su vivir convencido de sus palabras, fruto, asimismo, de su austeridad y de su sinceridad, y luchador valiente, siempre dispuesto a enfrentarse, cara a cara y a voz en grito, con el pecado. Recorrió muchos de los caminos y carreteras de nuestra Andalucía, yendo, sin miedo, de las ciudades a los pueblos de nuestra región e, incluso, algunos de más allá de los límites geográficos andaluces. Por doquier fue sembrando el mensaje de Jesús, con su limpia, sonora y fuerte voz.
Cantillana tuvo la suerte de .verse favorecida con su presencia. Viene a ella por primera vez cuando aquí se tuvieron unas célebres misiones populares. Fueron en los primeros años de la década de los 40, y las organizó para toda su archidiócesis el no menos célebre cardenal Segura. Al padre Claudio le asignaron esta villa y a ella vino con otros hermanos suyos, también capuchinos, para juntos dividirse mejor el duro trabajo de aquellas enérgicas y tremendas labores misioneras que duraban bastantes días.
Como era costumbre habitual de entonces, fue a hospedarse en la casa de una buena feligresa, fiel devota, como igualmente formidable partidaria y sin igual, de la Virgen en su título capuchino de Divina Pastora. Nos estamos refiriendo a la conocidísima, popular y afamada Mercedes Espinosa Sarmiento. De ella hemos oído decir y contar tantas y tantas buenas cosas, que ello nos obliga a totalmente dispensarle lo que también de ella se afirma, quitándole lo anecdótico, referente a su modo y manera de ser violento cuando se la contradecía. Fue, mientras pudo, mayordoma incombustible de su pastoreña hermandad cantillanera y admiradora, como la que más y más todavía, de la misma. Pensamos que, a pesar de todo, nombrar a doña Mercedes en Cantillana es siempre recordarla con veneración, cariño y comprensión por su inquebrantable acción de gobierno durante muchos años en su hermandad y por su inalterable amor a la Divina Pastora.
Estimamos que, en los ratos libres y de descanso del padre Claudio, entre ambos sostendrían algunas conversaciones en las que hablarían, sin duda, de la tan querida y amada, por uno y otra, Divina Pastora. Charlarían de proyectos y cosas que podrían hacerse en la hermandad. Ella, con la confianza que le inspiraría el bueno del padre Claudio, le mostraría las dificultades con las que muchas veces se encontraba en su gobierno, de los contratiempos en que, en ocasiones, se veía, y también de algunas perspectivas de futuro para su mayor y mejor relanzamiento. A lo mejor, le cuestionó el que la hermandad solamente podían componerla mujeres. Los hombres, dados los anticuados estatutos aprobados y establecidos por los que se regían, no podían tener acceso a ella. Esto, tal vez, lo consideraba óbice para su futuro mejor desarrollo. Merecerían, le diría, un estudio con el fin de que se arreglara esta situación. La solución vino, a nuestro parecer, de inmediato. Pronto, la encontró el mismo padre Claudio. Le propone pedirle al párroco el establecimiento en la parroquia de la asociación religiosa de laicos, recientemente aprobada por las autoridades eclesiásticas españolas de aquellos momentos, llamada Redil Eucarístico de la Divina Pastora, que no hace distinción entre hombres y mujeres y por unos y otras está compuesta. Unos años atrás había sido fundada por los mismos capuchinos y venía funcionando muy bien en algunas de sus iglesias. Si la parroquia no tuviese inconveniente en ello y la admitiese, podría luego hermanarse con la ya de siglos existentes Hermandad de la Divina Pastora, y así caminar juntamente las dos. Es lo cierto que del 21 al 23 de abril de 1944 se celebra en esa parroquia, según leemos en la revista El Adalid Seráfico, un solemnísimo triduo —lo hace así constar— para fundar el Redil Eucarístico de la Divina Pastora en ese pueblo (Cantillana), desde los primeros tiempos tan amante de esta tierna devoción de la Virgen. Los sermones corrieron a cargo, naturalmente, del padre Claudio y fue el padre Romualdo de Galdácano, otro querido y buen capuchino, quien, sigue diciendo la misma revista, con un coro brillantísimo de cantoras del pueblo se encargó admirablemente de la parte musical. Hubo rosario de la aurora y misa de primeras comuniones para un grupo de niños, siguiéndole, además, la imposición de medallas a buen número de caballeros, (éstos las recibían con cordón celeste y blanco) y numerosísimas señoras (con cinta de iguales colores). Cerraron estos actos una ofrenda de flores a la Virgen. También, y como colofón de los mismos, estuvo llevar la comunión pascual a enfermos e impedidos.
Durante muchos años, durante el tiempo pascual, se vinieron repitiendo estos cultos y, mientras se tuvieron de ordinario, era el mismo padre Claudio quien era invitado, lo que gustosamente aceptaba, a ser su protagonista. Hay una anécdota que cuenta que en un año en que no pudo acudir nuestro biografiado, ni tampoco el animador de las fiestas populares, el cantaor Pepe Pinto, la gente, apesadumbrada, temiéndose lo peor, decían: "Este año ni Pepe Pinto ni el padre Claudio". A estos cultos anuales del mes de abril o mayo se añadieron otros para todos los sábados del año, que debían tenerse ante el altar de la Divina Pastora. Lamentablemente, de todos ellos, hoy tan solo se mantienen el triduo y Función a la Divina Pastora, el rosario de la aurora y la ofrenda floral en el mes de mayo. Por razones o motivos que no vienen a qué traer ni referir, los otros cultos eucarísticos fueron dejándose de celebrar. Cantillana ha sido así privada, de alguna manera, de ese bonito espectáculo de pleitesía y devoción que se le daba a Jesús Sacramentado y a la Virgen cada primavera.
El Padre Claudio, junto a la patrona de Cantillana en las misiones de 1941 |
Nos resta ya poner fin a este debido elogio y recuerdo del padre Claudio de Trigueros. Si en vida los pastoreños cantillaneros fueron muy agradecidos a la labor espiritual y material de éste para su hermandad, no lo han sido menos después de su muerte. Han querido y quieren reconocerle cuanto por ella hiciera. Y, ciertamente, siempre así lo han demostrado. Queda por contar, como final, lo acontecido a este respecto después de su muerte. Ésta acaeció inesperadamente en Sevilla el 13 de noviembre de 1969, cuando contaba 74 años de edad. Estuvo presente en el entierro la junta de gobierno de la hermandad, que de manera casual se había enterado. Uno de sus miembros entró, como era costumbre, en la capilla de San José, a cuya comunidad capuchina pertenecía el padre Claudio, para rezarle a la Virgen. Aquí, precisamente, en este día había fallecido. Le comunican tan infausta noticia y de inmediato pone en movimiento a todos los hermanos para plasmar oficialmente el sentido reconocimiento de los mismos. Entonces sería una vistosa y costosa corona de flores que le acompañaría al sepulcro. Pero cuando ya había pasado el tiempo de poder ser exhumados sus restos, solicitaron de los superiores capuchinos su traslado a la ermita-santuario, levantada en honor de la Divina Pastora en el lugar de la romería, y cuya construcción también él había promovido y alentado. Concedidos los debidos permisos, el día 7 de febrero de 1987 son trasladados a Cantillana y, después de una misa-funeral en la parroquia ante el altar de la Divina Pastora, fueron llevados a la dicha ermita, colocándolos en lugar preferente, ante el altar de la Divina Señora y Pastora. Desde ese día descansan aquí los restos del amado capuchino, misionero infatigable y eficaz promotor de la nueva singladura de la Hermandad de la Divina Pastora de Cantillana, que nunca lo olvidará.
Fray Mariano Ibáñez Velazquez. OFM Cap. (Q. e. p. d.)
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