La religiosidad popular es algo muy arraigado en nuestra tierra y en la actualidad sus vivencias más puras se hallan en nuestros pueblos y en los lugares más profundos de Hispanoamérica donde han quedado como ritos ancestrales de los antepasados comunes. Mucho se ha escrito ensalzando estas costumbres o vituperándolas, pero ahí están vivas y pujantes, traspasando el tiempo y la misma Historia. Porque es algo que está en el alma colectiva y, sin contar el patrimonio artístico que en muchas ocasiones se conserva, está el patrimonio inmaterial de una cultura y unas costumbres escondidas en lo más profundo del ser de cada uno y por eso sus manifestaciones son tan espectaculares como espirituales, lo que las convierten en algo intemporal.
Invitada por un querido amigo, ilustre cantillanero, he tenido este año el privilegio de vivir la fiesta de la Pastora en toda su belleza y esplendor. Cantillana, la preciosa villa que se asoma al Guadalquivir en su confluencia con el Viar, es probablemente más conocida por su legendario barquero, popularizado en una antigua serie de televisión, que por su rica historia. Sus orígenes parece que se remontan a la época fenicia y fue bautizada por los romanos como Ilipa Naeva. Poco después de la toma de Sevilla pasó a formar parte del patrimonio del Cabildo Catedral, junto con Brenes y Villaverde, hasta que, en 1575, por una operación rocambolesca y cortesana, las villas pasaron a la Corona mediante una compra de Felipe II, que a su vez las vendió por una muy considerable cantidad a un fabuloso mercader inmortalizado por Lope, Juan Antonio Corzo Vicentelo, que se convirtió así en señor de ellas, sobre las que sus herederos consiguieron dos marquesados, y siguieron siendo señoriales hasta el siglo XIX.
La devoción de Cantillana a la Pastora tiene su razón de ser en esta historia. Fray Isidoro de Sevilla, el conocido capuchino, que soñó y diseñó la iconografía de la Virgen transformada en pastora para acercarla al pueblo, pertenecía a la familia de los Condes de Cantillana, por su apellido Medina Vicentelo. Es lógico que la devoción que pronto se implantó en toda España a través de su orden, fuera llevada a la Villa de sus parientes. De ahí la antigüedad —principios del siglo XVIII— de esta devoción.
Yo conocía la blanca belleza de Cantillana con sus estrechas y cuidadas calles subiendo hasta el cerro donde se alza iglesia del S. XVI dominándolo todo. Pero no podía imaginar el espectáculo que ofrecía iluminada y decorada con banderas y gallardetes. Intencionadamente llegué después de la salida de la Virgen para no interferir un acto íntimo que la familia de mi amigo había repetido de generación en generación. Mientras lo esperaba en su casa, los cohetes inundaron la noche y el ruido de las campanas de la torre de la iglesia se alzaba sobre el estruendo de la pólvora.
Cuando todo aquello pasó y la Virgen comenzó su procesión por el pueblo fui conducida a un magnífico balcón de una casa de la calle Martín Rey que pertenece una antigua «mayordoma» familia de mi amigo. Por el camino me enteré de dos cosas que me dejaron atónitas: aquel alarde de luz y adornos, aquel precioso arco de arquitectura efímera y aquellos fuegos de artificio a los que somos tan aficionados, no tenía nada que ver con el Ayuntamiento; estaba todo costeado y preparado por los hermanos de la Pastora. Y también me asombró que la ceremonia principal de la noche, el descubrir a la Virgen de su sombrero de pastora, se hiciera delante de la casa de la «mayordoma». Y supe que la Hermandad de la Pastora de Cantillana había estado siempre regida por mujeres, hasta que años después de la Guerra Civil, no sé si por el nacional-catolicismo imperante o por la dura mano del Cardenal Segura, cambiaron sus estatutos. ¡El antiguo feminismo o matriarcado de nuestros pueblos, aún sin estudiar, que debería ser investigado por el Ministerio de Igualdad!
Durante las dos horas que permanecí en aquel balcón pude observar un gentío expectante; una multitud compuesta por personas de todas edades, condición social e ideología —se notaba en su indumentaria— unidos por su fe y sus emociones —se notaba en sus rostros— que fue aumentando a medida que la Virgen se acercaba. Su aparición arrancó un mismo grito salido de miles de gargantas y el acto que pude contemplar a dos metros me trasladó a otra época: podía perfectamente haber sido una ceremonia del siglo XVI. El bello paso de plata, adornado con mimo, era un ascua de luz materialmente abrazado por una masa compacta de hermanos que la rodeaban encorsetados en la estrecha calle. Cuando, lentamente, avanzó entre continuos vivas hasta el lugar en que me encontraba comenzó la ceremonia de despojar a la Virgen del sombrero. Un cura con sotana —no sé si el párroco— se subió al paso y dio otros cuatro o cinco sonoros vivas que dieron lugar a una verdadera apoteosis sublimada con la suelta de palomas y una densa y bella lluvia de pétalos de rosas rojos y blancos que consiguieron transformar el colorido del paso como por arte de encantamiento. Inundada por la emoción del momento y contemplando los rostros arrobados por una mezcla de alegría, excitación o nostalgia pensé que aquello era pura fe que para mí no es otra cosa que sentimientos compartidos en una misma creencia. Algo que se repite en muchos lugares de nuestra geografía. Y pensé en la dificultad con la que se enfrentan los que pretenden hacer de España un país laico por muchos Crucifijos que retiren.
Enriqueta Vila Villar
De la Real Academia Sevillana de Buenas Letras
Publicado en ABC el 12 de Septiembre de 2010
Invitada por un querido amigo, ilustre cantillanero, he tenido este año el privilegio de vivir la fiesta de la Pastora en toda su belleza y esplendor. Cantillana, la preciosa villa que se asoma al Guadalquivir en su confluencia con el Viar, es probablemente más conocida por su legendario barquero, popularizado en una antigua serie de televisión, que por su rica historia. Sus orígenes parece que se remontan a la época fenicia y fue bautizada por los romanos como Ilipa Naeva. Poco después de la toma de Sevilla pasó a formar parte del patrimonio del Cabildo Catedral, junto con Brenes y Villaverde, hasta que, en 1575, por una operación rocambolesca y cortesana, las villas pasaron a la Corona mediante una compra de Felipe II, que a su vez las vendió por una muy considerable cantidad a un fabuloso mercader inmortalizado por Lope, Juan Antonio Corzo Vicentelo, que se convirtió así en señor de ellas, sobre las que sus herederos consiguieron dos marquesados, y siguieron siendo señoriales hasta el siglo XIX.
La devoción de Cantillana a la Pastora tiene su razón de ser en esta historia. Fray Isidoro de Sevilla, el conocido capuchino, que soñó y diseñó la iconografía de la Virgen transformada en pastora para acercarla al pueblo, pertenecía a la familia de los Condes de Cantillana, por su apellido Medina Vicentelo. Es lógico que la devoción que pronto se implantó en toda España a través de su orden, fuera llevada a la Villa de sus parientes. De ahí la antigüedad —principios del siglo XVIII— de esta devoción.
Yo conocía la blanca belleza de Cantillana con sus estrechas y cuidadas calles subiendo hasta el cerro donde se alza iglesia del S. XVI dominándolo todo. Pero no podía imaginar el espectáculo que ofrecía iluminada y decorada con banderas y gallardetes. Intencionadamente llegué después de la salida de la Virgen para no interferir un acto íntimo que la familia de mi amigo había repetido de generación en generación. Mientras lo esperaba en su casa, los cohetes inundaron la noche y el ruido de las campanas de la torre de la iglesia se alzaba sobre el estruendo de la pólvora.
Cuando todo aquello pasó y la Virgen comenzó su procesión por el pueblo fui conducida a un magnífico balcón de una casa de la calle Martín Rey que pertenece una antigua «mayordoma» familia de mi amigo. Por el camino me enteré de dos cosas que me dejaron atónitas: aquel alarde de luz y adornos, aquel precioso arco de arquitectura efímera y aquellos fuegos de artificio a los que somos tan aficionados, no tenía nada que ver con el Ayuntamiento; estaba todo costeado y preparado por los hermanos de la Pastora. Y también me asombró que la ceremonia principal de la noche, el descubrir a la Virgen de su sombrero de pastora, se hiciera delante de la casa de la «mayordoma». Y supe que la Hermandad de la Pastora de Cantillana había estado siempre regida por mujeres, hasta que años después de la Guerra Civil, no sé si por el nacional-catolicismo imperante o por la dura mano del Cardenal Segura, cambiaron sus estatutos. ¡El antiguo feminismo o matriarcado de nuestros pueblos, aún sin estudiar, que debería ser investigado por el Ministerio de Igualdad!
Durante las dos horas que permanecí en aquel balcón pude observar un gentío expectante; una multitud compuesta por personas de todas edades, condición social e ideología —se notaba en su indumentaria— unidos por su fe y sus emociones —se notaba en sus rostros— que fue aumentando a medida que la Virgen se acercaba. Su aparición arrancó un mismo grito salido de miles de gargantas y el acto que pude contemplar a dos metros me trasladó a otra época: podía perfectamente haber sido una ceremonia del siglo XVI. El bello paso de plata, adornado con mimo, era un ascua de luz materialmente abrazado por una masa compacta de hermanos que la rodeaban encorsetados en la estrecha calle. Cuando, lentamente, avanzó entre continuos vivas hasta el lugar en que me encontraba comenzó la ceremonia de despojar a la Virgen del sombrero. Un cura con sotana —no sé si el párroco— se subió al paso y dio otros cuatro o cinco sonoros vivas que dieron lugar a una verdadera apoteosis sublimada con la suelta de palomas y una densa y bella lluvia de pétalos de rosas rojos y blancos que consiguieron transformar el colorido del paso como por arte de encantamiento. Inundada por la emoción del momento y contemplando los rostros arrobados por una mezcla de alegría, excitación o nostalgia pensé que aquello era pura fe que para mí no es otra cosa que sentimientos compartidos en una misma creencia. Algo que se repite en muchos lugares de nuestra geografía. Y pensé en la dificultad con la que se enfrentan los que pretenden hacer de España un país laico por muchos Crucifijos que retiren.
Enriqueta Vila Villar
De la Real Academia Sevillana de Buenas Letras
Publicado en ABC el 12 de Septiembre de 2010
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