En el centro de la provincia de Sevilla, sobre un promontorio que domina el río Guadalquivir y cerca de la ribera del Viar, se alza la pintoresca población de Cantillana, a la cual muy bien podría darse el título de “Marianísima”. Tiene aproximadamente diez mil habitantes, que en su mayoría se dedican al cultivo, por haberse agotado la riqueza piscícola de sus aguas fluviales. Dentro del feraz término existen zonas de regadío, capaces de producir hasta tres cosechas, y no falta tampoco la caza, en los cotos y vedados legalmente reconocidos. Su clima, sano y soleado, la hace particularmente apetecible durante la época veraniega, en que sus vecinos disfrutan de unas noches deliciosas. Resumiendo todas las características, se puede decir que el lugar reúne los encantos de una vega y las ventajas de la sierra.
Tres son las principales devociones de la villa: La Soledad, efigie dolorosa que se venera en una ermita propia y es la patrona del pueblo, la Asunción, y la Divina Pastora, a la cual dedicamos nuestra semblanza.
El culto y joven académico don Daniel Pineda Novo ha historiado brillantemente la advocación, publicando un libro cuyos datos seguimos. Fue el venerable padre Isidoro de Sevilla, apóstol e inventor de tan tierno título, quien fundó la hermandad cantillanera en el año 1720, estableciéndola a imitación de la primitiva de Sevilla (antes en Santa Marina, hoy en San Martín). Sus parientes, los condes de Cantillana, ayudaron al venerable en esta fundación, que muy pronto arraigó en el corazón del pueblo, hasta convertirse en una de sus instituciones más queridas y estimadas.
Entre los acontecimientos modernos de la hermandad, se recuerda la visita que en 1900 hizo el Cardenal Spínola [...]. En 1936 la imagen de la Virgen fue salvada de la destrucción de la parroquia, gracias al celo de unos devotos, que la escondieron a tiempo, y en 1955 se bendijo el actual altar, adaptado de otro más antiguo.
La imagen de la Divina Pastora, toda de talla completa se atribuye a Ruíz Gijón, el mismo autor de la primera Pastora de Sevilla. Mide aproximadamente 1 metro de alto y aparece sentada sobre una peña o roca, con expresión serena, sonriente y apacible, rodeada de ovejas y corderitos. Muy cerca lleva una preciosa figurita de Jesús Niño, ataviado como Pastor, que se supone de finales del siglo XVIII.
Las fiestas que le dedican por el mes de septiembre exceden toda ponderación, pues sin lugar a dudas son unas de las más típicas de Andalucía. Dan comienzo el día 7, víspera de su gloriosa Natividad, con alegres dianas que recorren al amanecer las calles del pueblo. Empieza la Novena a la Pastora y por la noche de este primer día sale el famoso Rosario en que las mujeres lucen sombreros y mantillas, escoltando al simpecado de la Virgen magníficas bandas de cornetas y tambores. El día 8 se repiten las tradicionales dianas y a las 11 de la mañana tiene lugar en la parroquia la fastuosa función principal, nuevamente con sombreros y mantillas, renovándose durante ella el juramento de defender la Realeza de la Virgen. Por la tarde hay corrida en la bonita Plaza de Toros de la Villa. Conforme van acercándose las 10 de la noche, los fieles se dan cita junto a la puerta de la parroquia y un clamor de gritos, de vítores y de lágrimas rasga el aire cuando en ella aparece la peregrina imagen, sobre artístico paso de plata, enmarcada entre as ramas de un cimbreante almendro. Todas las calles están engalanadas e iluminadas, con profusión de banderas, arcos y colgaduras. Al llegar el paso a la calle Martín Rey, sobre la una de la noche, es el momento cumbre de la jornada: Se apaga el alumbrado y un sacerdote, hijo del pueblo, sube a las andas para quitarle a la señora el sombrero que hasta ese momento cubría sus cabellos, dejándolo caído sobre su espalda. Entonces se encienden de repente todas las luces, llueven pétalos de rosa sobre el paso, se sueltan palomas, suena el himno nacional y cada cual se despacha como le dicta su entusiasmo y su cariño. Sólo un pastoreño podría explicar bien lo que en este momento supone para él, suponiendo que la emoción lo dejara expresarse. Con razón dijo el capuchino padre Ardales: “...la procesión de la noche con la imagen, entre arcos de flores y luces y el clamoreo del fervor del pueblo, es algo tan emotivo y fantástico, que se recuerda como un sueño o visión”.
Después del desfile procesional, continúa la novena hasta el día 16. Durante ella la imagen está en la capilla mayor de la Iglesia, sobre un altar de tipo bucólico que llaman “El Risco”, y al terminar sale por segunda vez el Rosario, en forma análoga a la primera. Estupendos festejos profanos completan el ambiente, pues hay una Feria a la andaluza, con casetas, coches de caballos, atracciones populares, juegos florales y el nombramiento de una Romera mayor y otra infantil.
Luego de un paréntesis o descanso, hacia finales de mes se reanudan las celebraciones, con la Romería al santuario del Viar, una preciosa edificación de estilo campero construida por la hermandad en el término municipal llamado “Los Pajares”, y bendecida e inaugurada en 1960. Imposible describir todo el colorido de este acto, similar en muchos aspectos a la célebre Romería del Rocío. Desde bien temprano los sones del tamboril y de la gaita despiertan a los romeros. Los jinetes visten chaquetilla corta, botos y sombrero de ala ancha, y las amazonas el vistoso traje de faralaes, con la medalla de la Pastora al cuello. Entre la emoción de todos los presentes, sale el Simpecado de la parroquia y es colocado sobre magnífica carreta de plata, obra del orfebre Villarreal, mientras resuenan las palmas por sevillanas:
Paloma de Judea,
Rosa temprana.
Eres Madre y Pastora
de Cantillana.
En determinado momento, el cortejo cruza las aguas del Viar, adentrándose los bueyes y los caballos por el cauce cristalino del río. A la llegada se oficia Misa de Romeros, acabada la cual el público se esparce por los alrededores de la ermita, en alegre confraternización donde no faltan el vino ni el baile. Cada cierto número de años, no es el simpecado el que preside esta Romería sino la propia imagen de la Virgen.
Por la noche los cohetes cruzan el cielo con sus surcos chispeantes y sus palmeras multicolores. Las carretas regresan, haciendo una entrada triunfal en el pueblo a la luz de las bengalas, y otra vez se pone de manifiesto el fervor de los cantillaneros, que no cesan de aclamar a la Reina de los Cielos, la Divina Zagala Inmaculada, constituida por Jesucristo desde el Calvario en Madre de todos los mortales:
Pastora de los hombres
te han proclamado.
¡Que yo nunca me aparte
de tu rebaño!
Juan Martínez Alcalde
Publicado en la Revista Miriam nº 172. Julio-Agosto de 1977
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