La liturgia de este domingo está
llena de la alegría pascual, cuya fuente es la resurrección de Cristo. Todos
nosotros nos alegramos de ser “su pueblo y ovejas de su rebaño” (Sal 100, 3).
Toda la Iglesia se alegra hoy
porque Cristo resucitado es su Pastor, el Buen Pastor. De esta alegría
participa cada una de las partes de este gran rebaño del Resucitado, cada una
de las falanges del Pueblo de Dios en toda la tierra.
La Iglesia propone con frecuencia
a los ojos de nuestra alma la verdad sobre el Buen Pastor. También hoy
escuchamos las palabras que Cristo dijo de sí mismo: “Yo soy el Buen Pastor, y conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí”
( Jn 10, 14).
Cristo crucificado y resucitado
ha conocido de modo particular a cada uno de nosotros. Cristo Buen Pastor nos
conoce a cada uno de manera distinta. A tal propósito dice estas insólitas
palabras: “Mis ovejas oyen mi voz; yo las
conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna, y no perecerán para
siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, es
mayor que todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el
Padre somos uno” (Jn 10, 27-30).
Miremos hacia la cruz, en la que
se ha realizado el misterio del divino “legado” y de la divina “heredad”. Dios,
que había creado al hombre, después del pecado del hombre, restituyó ese
hombre, cada hombre y todos los hombres, de modo particular a su Hijo.
Cuando el Hijo subió a la cruz,
cuando en ella ofreció su sacrificio, aceptó y abrazó, con su sacrificio y con
su amor, al hombre, a cada uno de los hombres y a todos los hombres, y,
simultáneamente, lo confió a Dios, Creador y Padre. En la cruz se hizo “nuestra
Pascua” (1Co 5, 7).
Nos ha devuelto, a cada uno y a
todos, al Padre, como al que nos había creado a su imagen y semejanza, y que, a
imagen y semejanza de este su propio Hijo eterno, nos ha predestinado “a la
adopción de hijos suyos por Jesucristo” (Ef 1, 5).
La resurrección se ha convertido
en la confirmación de su victoria: victoria del amor del Buen Pastor, que dice:
“Ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna, y no perecerán para siempre, y
nadie las arrebatará de mi mano”.
Nosotros
somos de Cristo.
La Iglesia quiere que miremos
hacia la cruz y la resurrección, y que midamos nuestra vida humana con el metro
de este misterio. Cristo es el Buen Pastor porque conoce al hombre, a cada uno
y a todos. Lo conoce con este conocimiento único pascual. Nos conoce porque nos
ha redimido. Nos conoce porque “ha pagado por nosotros”: hemos sido “rescatados
a gran precio”.
Nos conoce con el conocimiento y
con la ciencia más “interior”, con el mismo conocimiento con que él, el Hijo,
conoce y abraza al Padre y, en el Padre, abraza la verdad infinita y el amor. Y
mediante la participación en esta verdad y en este amor, él hace nuevamente de
nosotros, en sí mismo, los hijos de su eterno Padre; obtiene de una vez para
siempre la salvación del hombre, de cada uno de los hombres y de todos, de
aquellos que nadie arrebatará de su mano.
En efecto, ¿quién podría
arrebatarlos? ¿Quién puede aniquilar la obra de Dios mismo que ha realizado el
Hijo en unión con el Padre? ¿Quién puede cambiar el hecho de que estemos
redimidos, un hecho tan potente y tan fundamental como la misma creación?
A pesar de toda la inestabilidad
del destino humano y de la debilidad de la voluntad y del corazón del hombre,
la Iglesia nos manda hoy mirar a la potencia, a la fuerza irreversible de la
redención, que vive en el Corazón y en las manos y en los pies del Buen Pastor,
de aquel que nos conoce.
Hemos sido hechos de nuevo
propiedad del Padre por obra de este amor que no retrocedió ante la ignominia
de la cruz, para poder asegurar a todos los hombres: “Nadie os arrebatará de mi mano” (cf Jn 10, 28).
La Iglesia nos anuncia hoy la
certeza pascual de la redención, la certeza de la salvación. Y cada uno de los
cristianos está llamado a la participación de esta certeza:
¡Verdaderamente he sido comprado
a gran precio! ¡Verdaderamente he sido abrazado por el Amor, que es más fuerte
que la muerte y más fuerte que el pecado! ¡Conozco a mi Redentor, conozco al
Buen Pastor de mi destino y de mi peregrinación!
Con esta certeza de la fe,
certeza de la redención revelada en la resurrección de Cristo, partieron Pablo
y Bernabé por los caminos de su primer viaje al Asia Menor. Se dirigen a los
que profesan la Antigua Alianza, y cuando no son aceptados, se dirigen a los
paganos, se dirigen a los hombres nuevos y a los pueblos nuevos.
En medio de estas experiencias y
de estas fatigas comienza a fructificar el Evangelio. Comienza a crecer el
Pueblo de Dios de la Nueva Alianza.
¿A través de cuántos países,
pueblos y continentes pasaron estos viajes apostólicos hasta el día de hoy?
¿Cuántos hombres han respondido con gozo al mensaje pascual? ¿Cuántos hombres
han aceptado la certeza pascual de la redención? ¿A cuántos hombres y pueblos
ha llegado y llega siempre el Buen Pastor?
Al final de esta grandiosa misión
se delinea lo que el Apóstol Juan ve en su Apocalipsis: “Una muchedumbre inmensa,
que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie
delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas
en sus manos… Vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus
vestiduras en la sangre del Cordero” (Ap 7, 9-14).
Así pues, también nosotros
confesamos la resurrección de Cristo, renovamos la certeza pascual de la
redención, renovamos la alegría pascual que brota del hecho de que nosotros
somos “su pueblo y ovejas de su rebaño” (Sal 100, 3).
Que siempre tengamos al Buen
Pastor. Perseveremos junto a él. Cantemos a su Madre: REGINA COELI, LAETARE.
BEATO JUAN PABLO II,
Homilía en Santa
María in Trastevere -27-4-1980
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