En esa ribera del Viar que lleva un nombre para el escalofrío –olivar mítico de Los Pajares, Lapola bíblica, dijo el pregonero–, mirando hacia los cárdenos cerros de la sierra y presumiendo de la Vega fértil que fecundan los ríos de Cantillana, se alza blanco y geométrico –cal, teja, azulejo, bronce, forja– el Santuario de la Divina Pastora: la Ermita, que al acercarse cada año el 30 de septiembre despliega la lengua de su repique para recibir a la galera de plata de la Virgen que agota allí su primera singladura entre un oleaje de peregrinos.
Hace 50 años que los pastoreños volvieron la utopía en realidad, al levantar a mayor gloria de la Pastora los muros de la ermita que lleva su nombre. Conmueve pensar en los esfuerzos que habría de hacer la hermandad y el pueblo pastoreño en aquel
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