La canícula agosteña empieza a declinar en las tardes anaranjadas de la octava lánguida de la Virgen de Agosto. El septiembre plomizo despierta lento de un letargo de horas asfixiantes con la suave brisa que preludia el cambio. Llega el final del verano y la plenitud del ciclo, el fruto maduro y redondo ha colmado el tiempo de las esperanzas, dado a la luz lo ilumina todo y sacia de exquisitez los yertos páramos del ansia. Las nueve lunas rinden su plata en armas, los ocho soles visten de fiesta el cielo y los aromas del gozo tiemblan ante las salvas bizarras del triunfo.
La pequeña Virgen, se despierta. La misma que grande se ha alzado ahora cuando retira sus plantas del agreste solar, estremecerá esta tierra poniendo su pie sobre la rendida sierpe de nuestros desdenes. Su pequeñez es la primicia de su gloria y la grandeza de la nuestra. Prestos los nobles espíritus se preparan para el vasallaje de amor, han visto salir su estrella y vienen a venerarla.
¿Quien es Esa - interpela la antífona- que se yergue radiante sobre el tronco de Jesse? ¿Quien es Esa que comienza a caminar entre mazos de nardo? ¿Quien es Esa que baja hasta el mundo, cual aurora radiante y hermosa?
El ritual del nacimiento y bienvenida alzará rutinario sus banderas. Vestirá su fronda de lentisco y pintará con celestes nuestro cielo. Brota una nueva primavera convidada al rito del origen, en ramitas envueltas de papel, en trigales y amapolas rojigualdas. La ilusión y la pureza propias de las bodas revisten la cúpula nupcial de la impaciencia en el centro meridiano de la calle, ese cauce en que el fervor recio delira entre sones augustos y marciales.
Unido al nacimiento, el bautismal sacramento de los nombres llamará a cada cosa por el suyo. Ella nos conoce a todos… Y a la perfección impar de las cinco letras marianas de la dulzura se unirá la omnipresencia consoladora de las siete rosas del nombre sobre todo nombre, el que viene a la mente de todos, el que se impone en los labios cantillaneros cuando llega la Virgen de Septiembre.
Llegará a nosotros como Arca Santa cubierta por las níveas pieles de los corderos. Entre impacientes cestos colmados de pétalos. La reconoceremos al partir el pan luminoso de la Gracia en el mantel estrellado de la noche, cuando entre el oro de la devoción más sentida, resplandezca su rostro bellísimo. Los vítores y alabanzas confirmaran entonces el himno antiguo de su gloria, ¡gloria a Ti, delirio de los hombres! ¡Gloria a Ti, embeleso de Dios!
Se disipan los oropeles de su exaltación agosteña y comienzan los fastos de su entronización en el risco de los amores floridos de este pueblo: el monumento efímero y navideño a su nacimiento y cercanía. Un altar, en cuya ara se ofrece el sacrificio constante de los que la han ensalzado y la oración ensartada de los siglos, altar que si que es un privilegio perpetuo y exclusivo de esta fiesta grande, la mayor que aquí vivimos, la de su anhelada llegada.
¿Que espíritu se gozara de su partida? ¿Cual, en cambio, no levantará los felices dinteles de la victoria ante su llegada inminente? Cantemos, hermanos, cantemos con alegría, que ya llega, que ya está aquí. La luz de la historia asoma sus rayos sutiles desde la aurora de septiembre, abre las puertas del nuevo tiempo y nace radiante, llegada la plenitud del ciclo, el primor de nuestra raza, el orgullo de nuestro pueblo.
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