En el contexto general eclesiológico de la Encíclica, la
relación entre María y la Eucaristía se articula principalmente alrededor de la
consideración de María como Madre y modelo de la Iglesia: "Si queremos
descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía,
no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia" (Ecclesia de
Eucharistia n. 53).
María es Madre de la Iglesia por ser Madre de Cristo, por haberle dado la carne
y la sangre; esa carne y esa sangre que en la Cruz se ofrecieron en sacrificio
y se hacen presentes en la Eucaristía (cfr. Ecclesia de Eucharistia n.
55). Este es el aspecto más inmediatamente perceptible de aquella
"relación profunda" de la Virgen con el misterio eucarístico,
tradicionalmente contemplado desde la antigüedad . Pero la Encíclica se detiene
especialmente en contemplar la relación de María con la Eucaristía en cuanto la
Madre del Señor es modelo: "La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de
imitarla también en su relación con este altísimo misterio" (Ecclesia de
Eucharistia Ecclesia de Eucharistia n. 53). Imitar, ante todo, su fe
y su amor, en la anunciación y en la visitación a Isabel, donde María es
realmente tabernáculo vivo de Cristo (cfr.Ecclesia de Eucharistia Ecclesia
de Eucharistia n. 55); en el Calvario (cfr.Ecclesia de Eucharistia nn.
56-57) y, más allá, cuando recibió la Comunión eucarística de manos de los
Apóstoles (cfr. Ecclesia de Eucharistia n. 56). Una fe y un amor que
—como en el Magnificat— se desbordan en alabanza y en acción de gracias (cfr. Ecclesia
de Eucharistia n. 58).
Es grande la riqueza de matices de esta llamada a
la imitación de María "mujer eucarística", que la teología ha
contemplado sobre todo en el contexto de la vida espiritual. Recuérdese la
figura de S. Luis María Grignion de Montfort; por ejemplo, cuando escribe sobre
la unión con la Virgen antes, durante y después de la Comunión eucarística, de
modo que sea Ella quien reciba dignamente el Cuerpo de Cristo en nosotros.
Aunque menos frecuentes, tampoco han faltado ensayos de profundización
especulativo-sistemática. En estas páginas, me detendré sobre algunos de los
aspectos en que la Santísima Virgen se manifiesta como "modelo de fe
eucarística" y, después, sobre su "intervención" actual en la
Eucaristía.María, modelo de fe eucarística
Cuando María era ya tabernáculo vivo del Hijo de Dios encarnado, escuchó
aquella alabanza: beata, quae credidit (Lc 1, 45). "Feliz la que ha
creído. María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe
eucarística de la Iglesia. Cuando en la Visitación lleva en su seno el Verbo
hecho carne, se convierte de algún modo en "tabernáculo" —el primer
"tabernáculo" de la historia— donde el Hijo de Dios, todavía
invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como
"irradiando" su luz a través de los ojos y la voz de María" (Ecclesia
de Eucharistia n. 55).
La fe de María hacía su inteligencia tan "connatural" al misterio
sobrenatural, que debemos considerar en Ella una "plenitud de fe"
correspondiente a la plenitud de gracia con la que Dios la elevó desde su
inmaculada concepción. Una connaturalidad con los misterios divinos que hace
posible el pleno asentimiento, en su triple dimensión de credere Deo, credere
Deum et credere in Deum. Ciertamente, Santa María tuvo unos motivos de
credibilidad excepcionales (sobre todo: el anuncio de San Gabriel; el
experimentar que efectivamente tenía en sus entrañas, sin obra de varón, el
Hijo anunciado; que también Santa Isabel y luego San José habían recibido de lo
Alto el anuncio de su maternidad divina). Sin embargo, también en Ella, la fe
fue siempre "de lo que no se ve" (cfr. Hb 11, 1). "Si Dios ha
querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su vida terrena
no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del
trabajo, ni el claroscuro de la fe".
Podemos considerar razonablemente que cuanto más intensa es la fe, mayor
resulta también la dimensión de oscuridad que es, junto a la luminosidad, una
dimensión esencial de la fe.
Ante el anuncio del Ángel, el fiat pronunciado por María fue un acto de fe
plena: de confianza en Dios, de asentimiento intelectual a la verdad misteriosa
que le era anunciada, y de completa entrega de su persona a Dios. Con ese fiat,
la Virgen acogía en su seno al Verbo eterno dándole Ella su carne y su sangre.
¡Qué modelo para lo que debe ser acoger al Hijo de Dios en nosotros cuando
recibimos la Comunión eucarística! "Hay, pues, una analogía profunda entre
el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel
pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que
quien concibió "por obra del Espíritu Santo" era el "Hijo de
Dios" (cfr. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el
Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo
de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del
pan y del vino" (Ecclesia de Eucharistia n. 55).
Considerar la fe de nuestra Señora, como modelo de fe eucarística, nos lleva
necesariamente a contemplarla al pie de la Cruz de su Hijo, ya que el
sacrificio de la Eucaristía es el memorial sacramental que hace presente el
sacrificio del Calvario. En realidad, como escribe Juan Pablo II, "María,
con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la
dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de
Jerusalén "para presentarle al Señor" (Lc 2, 22), oyó anunciar al
anciano Simeón que aquel niño sería "señal de contradicción" y
también que una "espada" traspasaría su propia alma (cfr. Lc 2,
34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se
prefiguraba el stabat Mater de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a
día para el Calvario, María vive una especie de "Eucaristía
anticipada" se podría decir, una "comunión espiritual" de deseo
y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se
manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la
celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como "memorial"
de la pasión" (Ecclesia de Eucharistia n. 56).
¿Cómo
no ver aquí una invitación a imitar, también nosotros cada día, esa preparación
de María al sacrificio de Cristo? Sólo con la fe, imitando la fe de María,
mujer eucarística, es posible vivir todas las incidencias de la jornada,
especialmente las que contrarían, como "preparación" de la personal
participación en la Santa Misa. "El sentido cristiano de la Cruz se pone
especialmente de relieve, sin duda, en las circunstancias graves, penosas o
difíciles que los hombres atravesamos; pero ilumina también las circunstancias
más corrientes, si nos decidimos a apreciar las pequeñas contradicciones
cotidianas, que suponen una ocasión para el amor y para la entrega".
Si, con toda su vida, la Santísima Virgen mediante la fe "hizo suya la
dimensión sacrificial de la Eucaristía", esto culminó al pie de la Cruz.
Allí, mientras Ella stabat, de pié, firme, no desmayándose —como piadosa pero
equivocadamente se la ha representado en mucha iconografía—; allí tuvo lugar en
su alma "la más profunda kénosis de la fe en la historia de la
humanidad". La íntima realidad de esta kénosis no pudo consistir en un
"anonadamiento", en el sentido de anulación o disminución de la fe.
Más bien cabe pensar que la fe de María, contemplando la terrible muerte de su
Hijo, sufrió la más dura prueba "en la historia de la humanidad";
prueba de la que Ella fue plenamente vencedora. ¿Pudo esta prueba configurarse
propiamente como una duda de fe? Pienso que en el Evangelio no disponemos de
elementos suficientes para una respuesta del todo segura. Como es sabido, algún
Padre de la Iglesia era del parecer que la Virgen sufrió al pie de la Cruz el
asalto de la duda, lo cual no sería contrario a su plenitud de gracia y de fe,
ya que la estructura misma de la fe hace posible la duda involuntaria y no
consentida, compatible con el más alto grado de gracia y de virtud.
La fe de los cristianos en la Eucaristía puede sufrir los asaltos de la duda,
más aún en estos tiempos cuando se percibe la ignorancia de tantos, la
indiferencia de muchos e, incluso, los malos tratos que el Señor eucarístico
recibe en su propia casa: abusos que Juan Pablo II una vez más ha denunciado
con dolor en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (cfr. Ecclesia de
Eucharistia n. 10). En cualquier caso, cuando la dimensión de oscuridad
del misterio parece prevalecer sobre su luminosidad, acudir con humildad al
ejemplo y a la mediación de Santa María son siempre ayuda segura para que la
duda, ni buscada ni consentida, se transforme una vez más en victoria, no
nuestra sino de Cristo en nosotros: "ésta es la victoria que vence al mundo,
nuestra fe" (1 Jn 5, 4).
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